martes, septiembre 23, 2008

El advenimiento del tercer piso

"Los fracasados son aquellos que tienen tanto miedo a no ganar que ni siquiera lo intentan".

De pequeño sentía una enorme fascinación por Stonehenge, ese famoso monumento neolítico ubicado en Salisbury Valley (Inglaterra) y que conforma los restos de lo que, dicen, pudo haber sido un templo celta en la antigüedad. Lo ví por primera vez en un programa de televisión llamado “Secretos y Misterios”, muchos años ha, y lo cierto es que su mera observación siempre ha alimentado mi imaginación desde entonces.

Recientemente soñé cómo se sentía uno sobre esa planta circular rodeada de enormes rocas colocadas como dólmenes a su alrededor. Giraba y giraba sobre mi mismo y veía aquellas espectaculares estructuras como si me encontrara dentro de un interminable pasillo repleto de espejos. Todo muy surrealista: era como una instantánea que aglutinaba varias imágenes aparentemente sencillas a la vez, bombardeado por el exceso de información visual ante mi incapacidad de permanecer quieto y observar con atención. Estaba algo colapsado: me suponía un gran esfuerzo mirar fijamente hacia un lugar en concreto y, de esta manera, concentrarme debidamente en lo que estaba viendo en cada momento. Era como enfocar constantemente veloces imágenes borrosas, sin forma definida de fotograma, y tener que enfocarlas mejor para poder verlas con una mayor nitidez. Me costaba horrores y me estaba dando cuenta. Así que decidí moverme.

Me acerqué a un primer portal dolménico, próximo al eje circular de la estructura, y escuché una voz. Al principio me costó reconocerla, pues, si bien me resultaba familiar, no me parecía que la hubiese escuchado recientemente. Era mi voz. Las palabras evocaban una promesa que había realizado 15 años antes. Entonces, mi falta de fe en algo en concreto me hizo comprometerme conmigo mismo una forma de agradecimiento expreso (hacia otras personas) si una circunstancia de mi vida, en cierto modo dependiente de mí, se transformaba. Durante años no tenía claro cómo cumpliría esa promesa. Es más, temía que, llegado el día, no supiera como cumplirla. O peor, que no la llevara a cabo por vergüenza. “En su debido momento lo sabré, supongo. Es una cuestión de voluntad”. No me equivocaba. Efectivamente, cuando llegó el día supe lo que tenía que hacer: NADA. No se había cumplido la condición (se viera como se viera) previa y, de esta manera, quedé liberado de cumplir ninguna promesa.

Me di la vuelta y llegó a mis oídos otra voz que decía: “Tanto preocuparte por la consecuencia que, al final, olvidaste centrarte en la causa. Aunque con ese nivel de fe, incluso cierto profeta, capaz de mover montañas, ni tan solo hubiese podido abandonar Medina”. Esa voz también le reconocía. También era mía. Acababa de alzar la voz de forma inconsciente.

Ante mi vista se alzaba, no muy lejos, un hueco dónde debía haber habido otro portal. En su lugar, encontré un enorme espacio al final del cual había un habitáculo escavado en una enorme roca, con una inscripción en su superficie que decía “Fundaciones de Cemento”. Introduje ligeramente parte del cuerpo por el gran orificio que parecía presentar una entrada y ví que el interior de la roca estaba prácticamente vacío. No tenía claro que debía hacer hasta que la tenue luz que penetraba desde el exterior me permitió ver otra inscripción que se hallaba en el interior. La letra era ligeramente más pequeña, por lo que hube de forzar la vista. Y me sorprendió lo que leí: “Si este espacio no lo ves nunca lleno, siempre estará vacío”.

Saqué el cuerpo y comencé a alejarme caminando de espaldas. Mi mirada se dirigió ahora a mis dos laterales. Al girar el cuello hacia mi derecha, descubrí una figura bajo el dolmen. Parecía un anciano, apoyado sobre una especie de vara. Su barba blanca llegaba prácticamente hasta la altura del ombligo y vestía una túnica grisácea oscura, rodeada por un anchísimo cinturón de color madera, bajo un manto blancuzco que le tapaba prácticamente los pies. Me dijo que se llamaba Jayma y me pidió que me aproximara a él. ¿Era realmente un druida lo que se postraba ante mí?

Cuando me acerqué, el (posible) druida me miraba fijamente a los mis ojos: “Debes aprender a vivir con la decepción que supone ser mediocre. No es cosa fácil. Es un muy duro trabajo. Sobretodo, y especialmente, para quién no lo es.” Reaccioné, como al que acaban de mojar con una manguera. Quería retirar los ojos, fijarlos en cualquier otro lado que no fuera aquella penetrante mirada y en mi perspectiva visual apareció el suelo, como su fuera la mejor vía de escape. “No dejes que tus ojos huyan. O serás un cobarde permanentemente. Y no busques huir por el suelo porque te pisarán”. Con enorme esfuerzo, alcé de nuevo la cabeza gacha para mirar de nuevo al viejo. Pero ya no estaba. Volví al centro, inquieto, desconcertado. La ansiedad hizo presa de mí. Quería salir de allí inmediatamente, como quién quiere despertarse de una pesadilla, esa Alicia que huye de los guardias de la Reina de Corazones. Me sentía como un asmático en pleno ataque y, como aquellos que toman conciencia de su debilidad, comencé a luchar por respirar. Poco a poco. Readaptando el ritmo cardiaco. Observando a mi alrededor y percatándome que no había amenaza alguna, excepto yo mismo. Podía retomar el control sin competencia externa. Y así lo hice. En escasos segundos volvía a respirar con normalidad. Seguía en Stonehenge, rodeado de dólmenes. Veía con claridad el valle que se alzaba más allá de estas puertas de piedra. Abandoné el templo y puse rumbo al horizonte. Es evidente que todavía queda mucho por ver.